La evolución de la pintura de Manuel nunca obedeció a impulsos caprichosos. Antes bien, cada movimiento siempre fue rigurosamente comprobado, fruto de una durísima lucha interior, hasta poder ser aceptado por él mismo. Esto es especialmente importante para un artista que en el ejercicio de su actividad se alejaba de todo método de racionalización.
En Manuel había siempre dos momentos. Uno era el de la reflexión. El otro era el del acto de pintar. Y en él nunca se daban al mismo tiempo.
Cuando pintaba (y esto lo ha reconocido en distintas ocasiones) se dejaba llevar por lo que denominaba “la emoción pictórica”. En este proceso se embriagaba de sus colores hasta alcanzar un estado casi de trance. En los años en que lo conocí trabajaba unicamente los veranos, encerrado en un viejo estudio prestado de Castellar del Vallés, absolutamente aislado, bajo una iluminación cenital. Nunca enseñaba nada, hasta que llegaba septiembre, y entonces hacía a sus amigos partícipes del milagro. Era una borrachera mirar sus cuadros, uno tras otro, hasta perder-el-sentido.
Alguna vez le oí comentar de alguno de ellos que lo guardaría para tomarlo como camino el año próximo. Y es que cada cuadro era una apuesta y un hallazgo, un riesgo no calculado. Manuel pintaba por series, y cada temporada los cartones formaban variaciones sobre un problema (pictórico). Cada cuadro le abría el siguiente, hasta explorar todas las posibilidades plásticas que veía.
A veces destruía piezas. Esto se producía en la fase de reflexión. Entender lo que estaba haciendo era la otra cara de su trabajo. El decía que pintaba durante el día y pensaba durante la noche. Pero ¿qué es lo que pensaba?
Manuel entendía la pintura como un instrumento para la creación de una ecuación escrita en clave visual. Y era sobre esta ecuación sobre lo que había que trabajar para estructurar un contenido, algo que sólo se podía hacer desde dentro, desde el ejercicio de la disciplina: pintando. La plasticidad visual de la imagen tenía que ser modelada con los pinceles, para lo que utilizaba una técnica de pintura húmeda que le permitía "amasar", literalmente, lo visual.
Para ello Manuel había establecido cuatro parámetros sobre los que había que trabajar, ya que para él eran la base de lo visual: el volumen, la espacialidad, la luz y algo que él, a falta de un nombre mejor, llamaba tiempo. Durante muchos años había educado su mirada para leer la pintura en esta clave, visitando los principales museos y galerías de París. Así, al mirar sus cuadros, era capaz de referir lo que tenía delante a lo que había analizado de las más grandes obras del mundo. Ese era el espejo en el que se reflejaba.
La evolución de la pintura de Manuel es de un rigor sin parangón. Es de una coherencia tal que parece diseñada desde un principio. Pero no es así. Nadie planifica sus próximos cincuenta años. Cada temporada era para él un abismo. Él construía ese camino en el precipicio. Pero después de cada paso, quedaba resuelto de tal forma que parece elemental, fácil, inmediato. Da la impresión de que no podía ser de otra manera. Ese es precisamente, al menos como yo lo entiendo, el sello de la excelencia.
javier segurado
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